La Iglesia Católica quiere comenzar el año pidiendo la protección de la Santísima Virgen María. La fiesta mariana más antigua que se conoce en Occidente es la de «María Madre de Dios». Ya en las Catacumbas o antiquísimos subterráneos que están cavados debajo de la ciudad de Roma y donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Misa, en tiempos de las persecuciones, hay pinturas con este nombre: «María, Madre de Dios».
Si nosotros hubiéramos podido formar a nuestra madre, ¿qué cualidades no le habríamos dado? Pues Cristo, que es Dios, sí formó a su propia madre. Y ya podemos imaginar que la dotó de las mejores cualidades que una criatura humana puede tener.
Pero, ¿es que Dios ha tenido principio? No. Dios nunca tuvo principio, y la Virgen no formó a Dios. Pero Ella es Madre de uno que es Dios, y por eso es Madre de Dios.
Y qué hermoso repetir lo que decía San Estanislao: «La Madre de Dios es también madre mía». Quien nos dio a su Madre santísima como madre nuestra, en la cruz al decir al discípulo que nos representaba a nosotros: «He ahí a tu madre», ¿será capaz de negarnos algún favor si se lo pedimos en nombre de la Madre Santísima?
Al saber que nuestra Madre Celestial es también Madre de Dios, sentimos brotar en nuestro corazón una gran confianza hacia Ella.
Cuando en el año 431 el hereje Nestorio se atrevió a decir que María no era Madre de Dios, se reunieron los 200 obispos del mundo en Éfeso (la ciudad donde la Santísima Virgen pasó sus últimos años) e iluminados por el Espíritu Santo declararon: «La Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios». Y acompañados por todo el gentío de la ciudad que los rodeaba portando antorchas encendidas, hicieron una gran procesión cantando: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
El título «Madre de Dios» es el principal y el más importante de la Virgen María, y de él dependen todos los demás títulos y cualidades y privilegios que Ella tiene.
Los santos muy antiguos dicen que en Oriente y Occidente, el nombre más generalizado con el que los cristianos llamaban a la Virgen era el de «María, Madre de Dios».
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«El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: εiς tά íδια; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (εiς tά íδια) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María. – Benedicto XVI, 2008
Source: corazones.org